Abstract:
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Hace ahora seis años, desde estas mismas páginas,
en un editorial sobre el proceso de Bolonia [1], el
profesor Albert Oriol afirmaba que la evaluación de
las competencias constituía un gran reto para las
universidades por diversos motivos. En primer lugar,
por la falta de experiencia institucional en dicho
menester, por la complejidad que ello comportaba
y, finalmente, por la falta de recursos disponibles
para llevar a cabo dicha tarea. Insistía en el hecho
de que las universidades –y las facultades de
medicina en particular– tenían una estructura organizativa
departamental que dificultaba la migración
desde una enseñanza fragmentada en asignaturas
hacia la obtención de capacidades para el desempeño.
Además, las facultades no habían optado
todavía por disponer de unidades educativas de
apoyo interdepartamental con experiencia en los procesos
evaluativos. En segundo lugar, decía que debía
considerarse que las competencias son constructos
complejos de capacidades que se expresan
en la toma de decisiones y en el desempeño. Se trata
de conductas que, para su evaluación, a menudo
precisan su observación por expertos evaluadores
en condiciones idealmente estandarizadas y no sólo
en momentos puntuales, sino a lo largo de todo el
proceso educativo. |